Aunque usted le aprendió mucho a su padre, alguna vez él confesó que quiso ser un médico tan exitoso como usted, pero el fútbol no se lo permitió…
Papá siempre quiso dedicarse a la medicina, pero el fútbol lo fue absorbiendo. A él jamás se le pasó por la cabeza ser técnico de fútbol. Su sueño, mientras era jugador de Millonarios, fue terminar Medicina y hacer una especialización en traumatología deportiva. Y se dio la situación, digo yo, propia de la divina Providencia, de que se fuera a jugar al América de Río de Janeiro, lo que lo convirtió en el segundo arquero colombiano en jugar en el exterior, después de Efraín ‘El Caimán’ Sánchez.
Allí tuvo una gran actuación, salió subcampeón del Torneo Carioca en 1955 y terminó sus estudios. El compromiso era volver a Millonarios, y así lo hizo, pero se rompió un menisco y sufrió una lesión de ligamento cruzado anterior, lo que lo marginó de la actividad futbolística, y empezó a desempeñarse como médico de la institución. La situación económica del equipo lo llevó luego a asumir como técnico interino y aceptó. Las buenas campañas y el apoyo de los jugadores lo ratificaron en el cargo y en 1959 le dio su primer título al club. Desde ese momento el fútbol fue su vida.
Sin embargo, en 1978, luego de abandonar a Millonarios, parecía decidido a ejercer definitivamente la medicina. Pero el fútbol se atravesó de nuevo en sus propósitos…
En 1977 papá dejó el club por desacuerdos con el presidente de la época, don Álvaro Gutiérrez. Junto con Luis Alberto ‘El Mono’ Rubio, con quien papá trabajaba en el equipo, implementaron una forma de entrenamiento que no les gustó a los jugadores; tampoco tuvo el respaldo de los directivos y se sintió traicionado. Por eso, al año, abrió de nuevo su consultorio en la Clínica de Marly, en Bogotá, para dedicarse a la medicina de lleno y de esa manera retirarse del fútbol. Pero apareció un día en ese consultorio, como otro acto de la divina Providencia, don ‘Pepino’ Sangiovanni para convencerlo de que dirigiera al América.
No fue fácil persuadirlo, pero lo logró. Creo que en ello incidió mucho un hecho trágico que afectó considerablemente a papá y fue la muerte, de una manera súbita y dolorosa, de mi hermano Luis Fernando, un muchacho de apenas 21 años que se acababa de graduar con honores como arquitecto. Sufrió un aneurisma en la base del cráneo, en el polígono de Willis, donde se unen varias arterias, y murió al instante. Papá quería irse de Bogotá, y eso ayudó a que llegara a Cali, donde desde 1979 hasta 1991 construyó otra exitosa historia en el fútbol como entrenador, esta vez con el América, como ya lo había hecho con Millonarios y Santa Fe.
¿Y después, cuando dejó al América, pensó quizás en retomar la medicina?
Lo pensó, porque ese fue siempre un sueño suyo. Pero en los años 90, cuando papá dejó definitivamente el fútbol, pasamos de la cirugía convencional a la cirugía abierta o artroscópica, que es mínimamente invasiva. Para ellos someterse a esa nueva tecnología, los cirujanos ortopedistas de la época tenían que hacer un entrenamiento muy especial, pero papá nunca tuvo la oportunidad de hacerlo, por estar sumergido en el fútbol los 365 días del año.
Gabriel siempre fue un hombre muy entregado a su trabajo, lo que indefectiblemente lo convirtió en un padre ausente. ¿Cómo soportaron eso usted y el resto de la familia?
Yo no me quejo tanto de eso, porque solía acompañarlo en los entrenamientos, en los partidos, en las concentraciones. Papá se ausentaba mucho tiempo por cuenta de todo aquello, sobre todo cuando jugaba Copa Libertadores y debía viajar por varios países del continente. (…) De lo que yo viví, diría que mi hermano William Darío (un veterinario que también murió) sí sufrió ese padre ausente. Yo, en cambio, me quedaba con él en las concentraciones y me dormía mientras él narraba sus historias. Pero cuando papá estaba en casa era un ser muy especial, aprovechaba al máximo cada momento, nos gustaba escuchar sus anécdotas y ser testigos de toda esa sabiduría, porque cada palabra nos dejaba una nueva enseñanza. Y ya de adulto, hasta escuchábamos tangos, su música preferida, y nos tomábamos unos aguardientes, como buen paisa que es.
¿Cuál era ese tango que le hacía tomarse un aguardiente?
Muchos. Podría decirte que se sabe todos los tangos que existen, pero había uno que siempre escuchaba cuando estaba melancólico, Tarde gris: “Qué ganas de llorar en esta tarde gris, en su repiquetear la lluvia habla de ti, remordimiento de saber, que por mi culpa, nunca, vida, nunca te veré”. Cada que oigo ese tango me acuerdo de papá. Y bueno, Carlos Gardel es para él lo más grande.
Papá siempre se preocupó por el jugador, pero también por el hombre, por la persona
Su padre incluso fumaba…
Claro, fumaba mucho, sobre todo en los partidos. Pero hubo un hecho que lo marcó, y ese día dejó para siempre el cigarrillo. Sucedió el 17 de enero de 1982, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Veníamos por carretera de un partido, papá entrenaba al América. De pronto, escuchó por la radio que Oswaldo Juan Zubeldía, quien dirigía al Atlético Nacional, había muerto de un infarto en Medellín mientras hacía una apuesta en el hipódromo. Papá se puso mal. Hizo parar el carro, se bajó, prendió un cigarrillo, y ese fue el último de su vida. Desde entonces decidió no fumar nunca más.
¿Eran amigos?
Muy amigos. Papá y Zubeldía fueron solo rivales en el fútbol, pero por fuera de las canchas sostenían una relación muy estrecha. Papá lo admiraba por sus conocimientos. Le gustaba su estilo y hablaban mucho. Y ambos fueron muy aficionados a los caballos, papá como jockey y Zubeldía como apostador. Es curioso, ellos dos, al igual que Pacho Maturana, a quien papá también admira, fueron siempre fanáticos de la hípica.
¿Por qué dejó su padre los caballos?
Él era jockey, jinete de carreras, y los caballos dedicados a esta modalidad no pueden soportar tanto peso. Papá se hizo jinete desde muy niño y ganó campeonatos nacionales, pero a los 13 años, cuando comenzó a desarrollar su cuerpo, superó el peso ideal y entonces conservó la afición ya de otra manera. Entrenaba caballos de carreras y con ello se ganaba la vida. Había perdido muy bebé a su padre en un accidente en una mina, en Sopetrán (Antioquia), y fue su padrastro quien lo indujo al mundo de la hípica.
También se aficionó por el basquetbol y desarrolló una gran estatura para su edad, hasta que un día terminó jugando fútbol en el Atlético Municipal, que hoy en día es el Atlético Nacional. Llegó al arco como la mayoría de los porteros, por la ausencia de uno. Cuando terminó sus estudios en un colegio católico, mi abuela Tránsito le dijo que debía ser cura o médico, pero nunca futbolista. Luego la convencieron de que lo dejara probar en el América, con apenas 17 años, pero con la condición de que estudiara medicina. Y así sucedió.
Su trabajo no radicaba solo en los jugadores como atletas, sino en la mente de ellos como seres humanos
Está clara la manera en que el médico nutría al técnico, ¿pero cómo alimentaba el técnico al médico, ese hombre con vocación humana?
Papá siempre se preocupó por el jugador, pero también por el hombre, por la persona. En 1979, cuando llegó al América, comenzó a retenerles a los jugadores el 40 por ciento de su salario. Lo hizo con el “Pitillo” Valencia, Gabriel Chaparro, “Macuco” Alegría, que en paz descanse, y Juan Manuel Penagos, entre otros.
Con ese dinero, les ayudó a conseguir casas en los barrios Salomia o Los Andes, para que vivieran allí con sus familias, y les compró taxis para que tuvieran un ingreso extra en sus finanzas. Obviamente a muchos de ellos no les gustó eso en un principio, pero cuando ya tenían sus bienes, solo había palabras de agradecimiento para él.
Su trabajo no radicaba solo en los jugadores como atletas, sino en la mente de ellos como seres humanos, inclusive en cosas aparentemente tan simples, pero significativas. Cuando Juan Manuel Battaglia llegó de Paraguay al América, era un muchacho al que no le gustaba usar medias mientras vestía de civil en la calle.
Una vez, papá lo vio en el lobby de un hotel fuera de Colombia, antes de un partido de Copa Libertadores, y lo cogió del brazo y lo llevó hasta su cuarto, abrió su maleta y sacó un par de medias y le dijo: “Juan Manuel, si no tienes medias, yo te doy las mías, pero no andes sin calcetines”. Battaglia jamás volvió a ponerse zapatos sin medias.
Battaglia pudo entenderlo, pero había jugadores que no comulgaban propiamente con el estilo del Médico e incluso lo enfrentaron…
Hubo tres personas con las cuales papá tuvo roces importantes. Una de ellas fue el delantero argentino Mario Alberto Rizzi. América ganaba tres a cero y papá ingresó a ese jugador para que se mostrara: no había podido debutar porque llegó con un problema en una rodilla. De pronto, el partido fue cambiando, descontó el rival, otro gol, y hasta que empataron, entonces papá sacó a Rizzi, que duró unos 20 minutos en la cancha, y el jugador salió iracundo, se le vino encima para agredirlo y un par de compañeros del banco tuvieron que intervenir.
Y los otros dos casos, no de agresión física, pero sí verbal, fueron los del peruano Julio César Uribe y el paraguayo Roberto Cabañas, que en paz descanse, con quienes papá tuvo muchos inconvenientes. Uribe era un tipo muy soberbio y con una altivez que no podía dominar. Era una especie de caminante en la cancha, con mucha clase y técnica, pero que frenaba el juego cuando el balón llegaba a sus pies. Entonces, papá le corregía eso, pero él no entendía y chocaban mucho, hasta que lo sentó. Eso generó un conflicto tenaz entre ellos.
Con Cabañas hubo una historia, y es que el paraguayo se enojó porque en la piscina donde estaban los jugadores el Médico metió a Rocky, un perro bóxer que adoraba.
Papá le regaló la camiseta del América a Maradona y él se la puso. Quería que Diego se quedara madurando como jugador y le hicieron una oferta